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á los perros, los vituperó en su corazón por prestar su concurso á las brutalidades criminales de hombres ociosos y mujeres estúpidas. Pero no era culpa de los perros, después de todo.

Como buen hijo de un buen guarda, observó en la orilla de los lagos las huellas recientes del jabalí que acababa de beber; la mirada que echó en aquel momento á los juncos de la orilla y á las espesuras de alrededor, fué un poco asustada. No tenía más que doce años y tanta soledad, por primera vez, hubiera turbado á un espíritu menos joven.

Rechazó como una vergüenza aquel conato de miedo y siguió más adelante hacia los pinos de inmensos troncos delgados y rojizos que rayaban, como cañones de órgano, profundos fondos morados. Hizo levantarse bajo sus pasos la multitud de seres, insectos, pájaros, reptiles y minúsculos cuadrúpedos que se albergan debajo de tierra.

Contemplaba con el mismo amor las libélulas azuladas que danzan á flor de agua, los lagartos cobrizos de reflejos irisados, los ruiseñores de las arboledas, las rojas ardillas y los obscuros topos.

Todo lo que se movía, susurraba y vivía, estaba cerca de su corazón; admiraba la vida en todas sus manifestaciones y hubiera querido la eternidad para los seres. La idea de la muerte ensombrecía ante sus ojos los más augustos paisajes; la conocía por haberla tenido cerca y había quedado vibrante y enterado.

Se preguntó dónde se ocultan los animales para morir, pues era muy raro el encontrar un cuerpo frío por los campos. Aquel problema le preocupó por algún tiempo, pero como no podía resolverle, lo dejó á un lado.

En la galbana del mediodía hizo alto al pie de una de sus amigas, las encinas sin edad, se comió el pan,