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mostró la linde del bosque á su hijo, ya fuerte, y le dijo: —Tienes pan y vino para el día; no vuelvas hasta esta noche. Mira y escucha. Duerme, si quieres, echado en el suelo, lo que es también un buen modo de aprender.

Y el niño se fué con el saco al hombro y el palo en la mano, libre y solo por un mar de verdor, entre las hojarascas y los musgos, bajo la caricia del viento que pasaba con gran murmullo entre los grandes árboles, haciendo un ruido de tren en marcha.

José escuchó, sorprendió y recogió; la flora y la fauna le hablaron al oído y revelaron su historia á aquel niño sin malicia. Trató de medir con los brazos encinas y hayas monstruosas, contemporáneas de los hijos de Meroveo; hubieran sido precisos treinta brazos como los suyos para abarcar sus troncos.

Observó el juego de los conejillos llenos de inocencia, que no se espantaban al verle, sus colas blancas detrás y sus saltos atrevidos en la menta que los embriagaba; vió los pesados machos de perdiz volar á su paso con grandes aletadas. Admiró á la hembra del faisán que instruye á sus polluelos en la ciencia de vivir, advirtiéndoles el peligro por un rápido gorjeo y reuniéndolos por un breve grito bajo el refugio de sus plumas, si alguna ave de rapiña se cierne en la altura, sin estar en las nubes.

Se extasió al ver pasar los cervatos que huyen al menor ruido con las cabezas hacia atrás, á esconderse en las espesuras, y lamentó no saber su lenguaje para atestiguarles sus buenos sentimientos.

Aquello le hizo pensar en las horribles persecuciones en que se complacen unos cuantos brutos, hombres ó mujeres, disfrazados para ello y soplando, para más carnaval, en cobres babosos; y aunque adoraba EN LA PAZ.—5