Otra vez Jacobo se quedó contrariado... La descripción del aldeano sobrepujaba á la suya en movimiento y en horror preciso... El Vizconde le interrumpió: —Has visto, detrás de los visillos de tu ventana, á la muerte acechándote para cogerte?... Pues yo sí. Me han dicho que era Berta, tu madre, que me estaba mirando, pero son mentiras. ¡ Era la muerte!
José se confesó vencido.
—No—dijo gravemente,—no he visto á la muerte.
Y añadió con tristeza: —Ni tampoco á mi madre; no estaba casi nunca á mi lado...
Jacobo no notó la cándida amargura de esta última frase y, acaso, no la oyó siquiera, pues los sentimientos de aquella gente no le interesaban gran cosa; y dijo triunfante: —Ya ves cómo he estado más malo que tú.
Acaso parezca singular este extraño mérito y este extraordinario caso de honra, que consistía para él en sufrir más y mejor que otro; pero los cerebros infantiles tienen esas rarezas. José, más plácido, no insistió, y se separaron.
—Buenas tardes.
—Adiós.
Aquella enfermedad marcó el fin de su primera infancia en cada uno de ellos; los dos salieron de la cama crecidos de cuerpo y más comprensivos de alma, según su temperamento y su medio; en lo sucesivo, aquellos dos cerebros iban á modelarse según el ambiente: José, en el silencio de los bosques, se orientó hacia la sencillez; y Jacobo, en un castillo, loco, entre una madre frenética y un padre exasperado, hacía la extravagante fantasía.
Al rayar la aurora de un día de verano, Regino