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—Sesenta dijo José imperturbable.

Por este lado quedaba Valroy debajo de Garnache.

Jacobo se encogió de hombros y dijo en tono despreciativo: —Qué disparate... No es posible tener sesenta grados...

El hijo del guarda, que no era tonto, respondió á su vez: —Tampoco cincuenta.

Los dos, en su sopor, habían oído á los médicos hablar junto á su cama.

El Vizconde dió un golpe en el suelo con el pie como si le faltase al respeto. Pero, fiando en su educación y en su instrucción, cosas aprendidas, y en su imaginación natural, en la que creía con profunda fe, replicó: —¿Y sueños? ¿Has tenido sueños?

—Sí, horribles pesadillas... Aquello era espantoso.

—Has visto ogros, brujas horribles, dragones vomitando fuego, serpientes de cien metros y leones de tres cabezas?

Si Jacobo era sincero en el recuerdo y en la exposición de sus delirios de fiebre, probaba sencillamente haber estado preocupado por la memoria inconsciente de sus libros de estampas y de los cuentos de las criadas. Sin sospecharlo, estaba haciendo literatura. José, educado en el silencio de los bosques y sin cuentos, no podía tener sueños semejantes y se explicó sencillamente: —No, no he visto nada de eso, ni sé lo que es; pero he visto el bosque ardiendo, el bosque entero; los animales huían y yo con ellos, y fuí atropellado y pisoteado por una manada de ciervos y de jabalíes. Y, aunque ya no los hay por aquí, también he visto lobos saltar en medio de las llamas aullando furiosamente.