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citurna y un poco distraída, pero más accesible y amable. Llegó á vivir casi como una persona cualquiera, lo que era ya mucho.

Mientras tanto, Jacobo y José, escapados los dos á la muerte con quince días de intervalo, habían vuelto á empezar á vivir. Y ocurrió que una mañana se encontraron en la carretera, que es de todo el mundo y no es de nadie, terreno neutro en el que los dos se sentían en su casa.

Se miraron con interés, porque habían sufrido los dos el mismo mal y esta comunidad suprimía por un momento las distancias sociales que, Jacobo, á pesar de sus diez años, deseaba de ordinario ver observar. Pero, por el momento, el drama pasado los hizo iguales.

Jacobo dió la mano á José, y éste, de ordinario salvaje y vergonzoso, aceptó aquella cortesía. Y se pusieron á hablar: —Hola.

—Hola.

—No estás gordo.

—Tampoco tú.

—He estado enfermo.

—Yo también.

—No tanto como yo.

—Acaso más.

Jacobo se puso encarnado; aquellas pretensiones y aquella gana de sobrepujarle, le parecieron impertinentes. Se contuvo, sin embargo, y con voz tranquila todavía, pero superiormente irónica, interrogó á aquel aldeanito con el solo fin de confundirle.

—Oye, José, no sabes lo que dices... Escucha bien.

¿Has tenido, como yo, cincuenta grados de temperatura?

Bueno es decir que el muchacho no miraba á una decena nás ó menos.