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Acabó por convencerse de que semejantes modos no debían causarle más que contento. Pero se quedó pálida del miedo que había pasado. Después de la sacudida, conservó una especie de estupor. Aquél fué el fin de su belleza.

También fué el de su voluntad precisa. Hasta aquel momento había querido dirigir la vida, pero ahora, se abandonó á la corriente y se dejó arrastrar hacia no se sabe qué riberas. Algunas veces dudaba. Había hecho bien ó mal, desde el punto de vista de su propio interés introduciendo fraudulentamente á su hijo en la casa de los ricos y condenando á la miseria y á la humildad al último descendiente de una raza privilegiada?

Hasta el presente no había obtenido más que lágrimas de este cambio criminal; el porvenir sería probablemente peor todavía. Jacobo de Valroy se separaría de ella un poco más todos los días; ya le molestaba mañana la rechazaría con un ademán definitivo...

A esta idea le flaqueaba el corazón. Sí, en otro tiempo, de lejos, había previsto un poco todo esto, pero de un modo tan confuso, que la impresión fué blanda...

¡Ay! la realidad era más dura.

Pero, refugiándose de nuevo en el heroísmo, aceptó este porvenir: su hijo no la conocería, pero sería un noble dichoso, sembrando el oro, amado por las mujeres, envidiado por los jóvenes y admirado por todos.

Ella?... ¿Qué importaba?... Reventaría en su rincón, una vez su misión cumplida; y esa misión no habría carecido de grandeza trágica.

Mirándose en un espejo, echó de ver la fuga de su juventud y de su belleza y les dijo un adiós melancólico, pero no las sintió hasta la verdadera tristeza. En adelante eran inútiles.