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Berta sufría tanto en aquellos días, que aun siendo una miserable, merecía lástima. Berta lloró y se maldijo á sí misma arrepentida, humillándose ante lo que ella llamaba más y más su castigo. Caída de nuevo en todas las credulidades de la infancia, sentía pesar sobre ella la mano de Dios.

Estaba flaca y lívida, feroz y horrible; sus ojos, enrojecidos después de agotar las lágrimas, brillaban siniestramente en las cavernas de sus órbitas.

Una noche en que la fiebre había caído un instante y Jacobo estaba lúcido, aunque abatido, sin fuerzas y refugiado por entero en el apoyo de los que le rodeaban, el niño paseaba alrededor de su cuarto las miradas de asombro de un ser que ha olvidado la vida.

De repente, sus miradas se precisaron, se fijaron obstinadamente en la ventana, y en la cara descarnada del niño se pintó una indecible expresión de espanto.

Jacobo miraba aterrado y con un grito ronco en la garganta; trató de levantar el brazo para designar algo, pero el brazo volvió á caer, y el enfermo se reclinó en la almohada con la cara convulsa.

Valroy que había seguido la mirada del niño, vió á su vez detrás de los cristales de la ventana una cabeza desgreñada y furiosa, loca de pasión y de angustia, aparición de pesadilla propia para espantar á seres más seguros de sí mismos que un triste niño enfermo.

Juan estuvo fuera en tres saltos. La cólera le ahogaba.

— Miserable!

Al verle y oir este grito, Berta retrocedió como si despertase; pero, todavía estúpida, murmuraba sonidos inarticulados.

El Conde se adelantó hacia ella con los puños levantados.