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intensa palidez. Había visto entre el polvo un coche del castillo, tirado por el mejor caballo, que huía furiosamente como impulsado por un viento de catástrofe.

Iba en el coche Juan de Valroy solo, y arreaba á aquel caballo, al que tenía que contener de ordinario.

¿Adónde iba Juan á aquella hora?... A la ciudad?...

¿Para qué?... A buscar un médico. Jacobo estaba atacado; era indudable. Berta se puso como loca.

Durante hora y media permaneció junto á la ventana, tiesa, con las manos inertes á lo largo del cuerpo y la mirada fija en el camino. Llovía, y no lo notaba.

Nadie supo jamás lo que Berta pensó y vió en aquellos minutos, pero fueron seguramente la primera estación dolorosa de su futuro calvario. Más adelante debía conocer otras más trágicas todavía; pero, ya espantada, creyó sentir una mano vengadora que pesaba sobre ella é inclinó la espalda al castigo. Nadie puede rehacerse el alma á su gusto. Berta seguía siendo campesina y supersticiosa.

A la hora y media reapareció el coche de vuelta á Valroy. Juan no volvía solo; Berta no se había engañado, pues vió á su lado al médico.

Ahora bien, si en aquellos momentos Berta estaba loca, Juan no se encontraba mucho mejor, y temblaba, lívido y sin valor. La Condesa había salido un momento de su sopor para gemir y maldecir al destino, pero, después, se hizo dos inyecciones de morfina en vez de una, y se sumió de nuevo en sus ensueños.

Solamente la señora de Reteuil, á la que llamaron á toda prisa, mostró alguna presencia de ánimo y algún buen sentido. La viuda tomó la dirección de aquella casa demente, y, bajo su acción, se regularizó la nueva vida.

Sí, Jacobo, á su vez, estaba en un mal trance, y era