Página:En la paz de los campos (1909).pdf/52

Esta página no ha sido corregida
— 48 —

fermo, unas veces caído y otras agitado, tomaba la puerta y subía á Valroy.

No respiraba ni descansaba hasta que encontraba algún criado y le oía repetir que no había nada de nuevo y que todo iba bien. Si no encontraba á nadie, esperaba escondida en la espesura, pues no se atrevía á dejarse ver sabiendo que á todos les extrañaba que abandonase á su hijo enfermo.

¡Ah! Su hijo...

Esperaba que Jacobo apareciese en el terrado como todos los días á eso de las nueve, ó solamente oirle reir, cantar, silbar á los perros en sus habituales manifestaciones de vida activa y exuberante.

En el pabellón, Regino y Sofía movían la cabeza y no comprendían. Ciertamente, Berta tenía siempre razón; pero en este caso les parecía, sin embargo, que no obraba bien.

Algunas veces el niño, con su cara de cera, abría unos ojos agrandados por la fiebre y los volvía á derecha é izquierda, como buscando algo á su alrededor.

Garnache, con el corazón partido, creía comprender.

—Tu madre, hijo mío? va á venit... está ahí, al lado, muy cerquita...

Y su ruda voz se esforzaba por ser amable á fin de convencer y tranquilizar. Buena falta hacía que los hombres hiciesen el oficio de mujeres, y guardasen los niños en casa, puesto que las mujeres se iban ahora á correr por los campos, como los hombres, y no volvían.

Sofía no era de éstas. La pobre mujer temblaba considerando la marcha y los progresos del mal, y hubiera dado los ojos y el corazón porque el niño se levantase curado. Tenía por él el cariño irracional de las naturalezas brutales. Era el hijo de su hermana y no le