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El Conde, pues, reflexionaba.

Jacobo, asombrado por su silencio, se acercó á él, le contempló fijamente con unos ojos investigadores y curiosos, en los que había á la vez algo de salvaje y del ser demasiado enterado, y, aproximándose á su padre, varonilmente bello á pesar de sus fechorías, el niño movió la cabeza con convicción y pronunció muy claro: —Papá, eres muy elegante...

Arrancado á sus. pensamientos, Juan se echó á reir, cogió al muchacho y se lo puso en las rodillas.

—Verdaderamente?

—Sí.

Aquel sí era la afirmación de una sinceridad suprema y venía del fondo del corazón, como un gemido muy dulce. Aquel padre, entonces, se sintió inundado de una inmensa alegría interior, halagado en su orgullo una vez más. Y todo lo que se le ocurrió responder fué: —Tú te parecerás á mí...

—¿ De veras?

—Sin duda. Te pareces ya á lo que yo era cuando tenía tu edad.

Se engañaba de buena fe en su deseo. A la edad de Jacobo era él más fino, más delicadamente lindo y acaso menos sólido. Rebuscando en el Vizconde se hubiera encontrado algo de Garnache. Pero, ¿á quién se le había de ocurrir buscar? Valroy veía á su hijo con ojos de ciego y, aunque hubiera sido jorobado, él le hubiera proclamado derecho.

Jacobo, que tenía buena opinión de sí mismo, aceptó la profecía y la afirmación. No había jamás dudado de las palabras de su padre y no iba á empezar por éstas.

El Vizconde añadió: