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El niño, levantado de puntillas y apoyado en algún mueble, se hubiera estado las horas muertas en éxtasis en aquella pieza.

No se cansaba de contemplar lo que sabía de memoria y hubiera podido ver claramente cerrando los ojos.

Además, había á veces cosas nuevas: una pipa recientemente comprada y que había que examinar para dar su opinión, lo que no dejaba de hacer.

Valroy, mientras tanto, sentado ante una mesita, abría tres ó cuatro cartas llegadas en su ausencia y olvidaba al niño, pero éste se distraía muy bien solo.

Aquellas cartas no parecía que tenían el don de regocijar al Conde, que arrugó las dos últimas con un movimiento de cólera y de fastidio, y, recostándose en su sillón, se quedó pensativo mirando al techo y con las manos juntas.

Valroy se iba transformando; los treinta años, sin engordarle, le prestaban nueva gravedad. Algunos hilos de plata en las sienes y en la masa del cabello sombríamente rojo, añadían cierta melancolía á su cara fatigada, afinada, desprendida ya de todo carácter rústico.

No sería moral, acaso, pero sí cierto el aire de París y la vida animada que allí hacía, habían limpiado é iluminado su cutis; el corte del cabello y el retorcido del bigote modifican profundamente una fisonomía. El Conde, que se había marchado siendo un noble campesino, volvía cada vez un poco más parisiense, y parisiense de cierta clase, la de la elegancia y de la fiesta.

Era un bello caballero de la gran ciudad, discretamente perfumado y finamente vestido, que había reemplazado la franela ó el algodón de su ropa interior por una seda azul ó rosa del más bonito efecto.