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Fernando de Valroy, aquel nobie hacendista que era amigo de Law, y supo abandonarle antes de su caída.

Esto probaba, seguramente, una admirable perspicacia, y una maravillosa prudencia, y merecía ser honrado.

En el fondo del cuadro se veían dos castillos que el artista para su comodidad, había situado juntos: Reteuil y Valroy, tal como eran todavía, aunque en un paisaje menos frondoso y más claro.

Jacobo tenía gran simpatía por aquel señor majestuoso que era su antepasado y le saludaba siempre con una mirada curiosa. Pero su pensamiento fué pronto distraído por el estante de las escopetas y por las dos trompas de cobre que brillaban á la luz.

Eso sí que daba ganas de ser en seguida hombre para soplar allí, inflando los dos carrillos. Hacía falta para ello un buen pulmón, y su padre se hacía oir de muy lejos. Dentro de muchos años á él también se le oiría.

Horriblemente cruel, como todo hombre que empieza, se complacía en la contemplación de los diversos cuchillos de caza en sus vainas de cuero. Se atrevió á tirar un poco del puño del más grande, descubriendo dos pulgadas de hoja azulada, y deleitándose en pensar que había entrado muchas veces en el costado de un jabalí ó de un ciervo moribundos.

Los relatos de caza le apasionaban, así como aquellos grabados iluminados que colgaban en las paredes, donde unos señores de casaca roja con unas señoras de amazonas saltaban barreras en caballos aéreos persiguiendo á alguna pobre bestia desalada.

La escena se repetía diez veces bajo aspectos diversos; veíase allí toda la barbarie de nuestro siglo brutal, más cercano de las cavernas que de la torre de marfil, aunque con pretensiones de sensibilidad.