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semana, volvía el sábado á Valroy, y se marchaba el lunes sin alegar pretextos. La costumbre estaba tomada.

Ahora bien, era un sábado cuando Jacobo le esperaba y se impacientaba mirando el camino. De repente se estremeció; á lo lejos, y precediendo al jinete unos doscientos metros, llegó hasta él la cadencia sonora del trote largo de su caballo. El niño batió palmas y se asomó á la balaustrada.

Y apareció Juan saludado por los gritos del muchacho y el ladrido de los perros, y alegre esta vez. Levantó entonces la cabeza y su cara se iluminó.

Jacobo se precipitó por la escalera, y su padre, que se había apeado, le recibió en sus brazos. También ellos se querían como Regino y José.

¡La voz de la sangre! hubiera dicho Berta con su peor sonrisa, burlándose de sus íntimos terrores.

Ahora era Jacobo el que iba á caballo, mientras su padre admiraba su confianza y su aplomo infantil.

—Estira las piernas... el cuerpo hacia atrás... más aún.

De repente, uno de los perros dió un salto delante del caballo, que hizo una brusca huída. Jacobo, sin asustarse, apretó las rodillas y no se movió. Juan tuvo miedo, pero después se llenó de satisfacción.

— Bravo, muchacho! ¡ bravo, hijo mío!

Y todo el orgullo de los hombres cantaba en aquellas palabras; el orgullo de la carne, y el de la raza, irrisorio en estas circunstancias; el orgullo de la fuerza, de la belleza y del valor, sin razón de ser para el que estaba al corriente. Pero, por el momento, aquellos lazos ficticios eran sólidos: nadie había sido jamás más padre que el conde de Valroy corriendo detrás de su hijo mientras éste picaba el caballo por el gran paseo circular de castaños que conducía al castillo.