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pa Juan de que ella hubiera acabado por consentir, y Jacobo de que viviese ahora doblemente aniquilada.

No comprendía que estas faltas no eran voluntarias. Si lo hubiera comprendido, hubiera estado curada, al menos de su crisis moral.

Una nueva idea le preocupaba también. Algunas veces pensaba en el suicidio y se decía que, acaso la trágica herencia no amenazaba sólo á los varones... Temblaba por ella, y deducía que éste era un motivo más para que Jacobo fuese atacado á su vez un día.

Delante de su marido, cuando éste la visitaba una hora por la mañana y otra por la noche, permanecía muda y con los ojos cerrados, ó gimiendo y llamando á la muerte.

Juan se retiraba cerrando los puños y tratando todo aquello de comedia y de farsa. Aun cuando aquella queja eterna no hubiera sido simulada, pensaba Juan, esas enfermedades de nervios no persisten más que en las naturalezas complacientes, que no quieren desembarazarse de ellas con un poco de energía y de voluntad.

Cuando estaba fuera, respiraba á sus anchas.

Después, poco á poco, fué tomando costumbres, instaló un apeadero en París y vivió como soltero, lejos de las tristezas de su provincia.

Antonieta le detestó entonces más y dijo que no tenía corazón. Además, presentía que á su edad, con su nombre, su fortuna y su buen aspecto, debía de tener aventuras, todo lo cual la exasperaba.

Aquella singular mujer, enamorada de sus preocupaciones, padecía al pensar que los demás pudieran tratar de distraerse. Para darle gusto hubiera sido preciso llorar con ella y como ella, y Juan no tenía tal vocación.

En aquel tiempo pasaba en París cinco días de la