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Además, aquel día estaba esperando á alguien, y ya se sabe que el terrado daba al camino. ¿A quién? Al conde Juan; también Jacobo quería y admiraba á su padre, y no veía á nadie en el mundo que fuera superior á él en ningún punto. El niño le imitaba en todo, y arreglaba su aspecto y sus gestos á los suyos.

A él sólo se dignaba obedecer, pero con una gracia condescendiente y no por temor. Le parecía que eran iguales, pero como, á pesar de todo, había uno mayor que el otro, era natural que éste fuese escuchado. Más adelante ya hablarían.

Juan estaba ausente hacía una semana; en París, sin duda; el niño lo sabía. Pero iba á volver aquel día.

Hacía media hora que había salido un criado á caballo y con otro del diestro, pues la estación más próxima distaba seis kilómetros.

Jacobo acechaba el recodo del camino y trataba de oir el trote del caballo en el suelo seco; pero no oía nada y se impacientaba.

Juan de Valroy, cansado de su triste casa, hacía un año que vivía en ella lo menos posible y puede que, sin Jacobo, la hubiera abandonado. La falta de armonía entre la mujer y el marido había aumentado.

Antonieta se encerraba más y más en la soledad y en el silencio, y quien le turbaba, no hacía más que desagradarla, aun Juan, Juan sobre todo. Le guardaba rencor por ser tan sólido y tan ágil, cuando ella se arrastraba de butaca en butaca; de estar tan vivo cuando ella se juzgaba muerta. Algunas veces, al oirle reir á lo lejos y á través de las paredes, con su hijo, al que ella también apartaba, se estremecía de cólera.

Su eterna dolencia, real por un lado é imaginaria por otro, le hacía ser egoísta y hostil á los que no sufrían. Su idea fija era que si no se hubiese casado, estaría ahora sana de cuerpo y sin temor. Tenía la cul-