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hecho está... Nadie sabrá jamás nada; me llevaré este secreto á la tumba.

Pero era aquél un cuidado más.

Al volver á su casa, encontró á Regino, que estaba haciendo por aquel lado su ronda forestal. En pie, estaba comiendo un pedazo de pan y bebiendo un vaso de vino que le daba Sofía. José se abrazó á las piernas de su padre, con el que se encontraba á sus anchas, sabiendo que no sería rechazado.

El guarda, entonces, pasando la ruda mano por la cabeza del chiquillo, le dijo que le llevaría con él hasta la hora de cenar, dos horas, para dar la vuelta á los estanques.

El muchacho saltó de alegría.

—Andad—dijo Berta con voz dura,—y sobre todo no volváis tarde.

Los dos se alejaron, el uno muy grande, el otro muy pequeñito; el uno bajando la cabeza y el otro levantando las narices para hablar, riéndose como verdaderos amigos. El niño empezó á hacer preguntas á su padre: —Cuántas veces es más grande un árbol que un hombre?—le dijo.

La pregunta embarazó al guarda.

—Eso depende de los árboles.

—¿Y esos?

El muchacho señalaba unos álamos gigantescos.

—Esos? ¡Diablo!... Diez veces, quince y, acaso, más...

Delante de un retoño, Regino añadió: —Esos pequeños serán ya grandes cuando tú tengas treinta años.

—Entonces los árboles crecen más de prisa que los hombres—dijo José con reflexión.

—Sí, y sobre todo mucho más tiempo; años y años...