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se lo tuvo por dicho y se marchó desolada con la idea de que estando el castillo cerrado para ella, no vería.

á Jacobo más que en encuentros casualesya Juan, por su parte, no se ocupaba de ella y la miraba con profundo desprecio.

Cuando Antonieta lo observó así, dejó volver poco á poco aquella desterrada que sufría también.

Un día en que Berta le llevaba tímidamente unas flores en la mañana de su santo, llevada por el deseo irresistible de acercarse á Jacobo, la Condesa le dijo: —Ahora puedes volver... Has amamantado este niño y es natural que le quieras; no hay para qué privarte de ese cariño.

Berta le dió las gracias con lágrimas en los ojos.

Cuando se le hablaba de Jacobo, toda su carne temblaba. Volvió, pues, pero cada cuatro días y sin tener en aquella casa, que había sido la suya, la libertad de otras épocas.

Por eso, al ver á Jacobo en el terrado, no se atrevió á subir la escalera del castillo, donde siempre temía ser importuna.

Otro sentimiento la apartaba también de aquellos lugares; había notado, como todo el mundo, el extraño despego de Antonieta para con su hijo, y al principio se indignó, pero después tuvo miedo. Su inteligencia, grosera á pesar de todo, se alarmaba fácilmente.

Ella, que no sabía nada ni hubiera comprendido ni jota de las cuestiones hereditarias, creyó en un instinto, en una especie de revelación, en una advertencia del cielo. Tuvo fe en la voz de la sangre, como toda campesina, y se figuró que la Condesa presentía un extraño en aquel niño... ¡ Y entonces !...

Pero ella misma se respondió en seguida: Y entonces, ¿qué? ¿Cómo probar nada?... Lo hecho,