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bién él paseaba por debajo de los árboles tristezas confusas. Si alguien le hubiera interrogado directamente, sin duda él hubiera vacilado para responder y no hubiera sabido qué decir; pero, sin embargo, no, no estaba contento.

Su mujer nunca había sido ni era su igual. Era una princesa y no una mujer de su casa; lo que había deslumbrado á Regino al principio de su aventura, le dejaba ya la vista clara. Comprendía que había hecho mal de aspirar á semejante gran dama; y que el hombre prudente se esfuerza ante todo por permanecer en su condición.

En verdad, Berta representaba con él un papel de estatua. Regino no se atrevía á enfadarse por respeto á ella.

Pero se quejaba á los árboles; á las rocas, á las malezas y á toda la Naturaleza. Delante de ella, su reina, su diosa, se hacía el amable y lo aprobaba todo. Había momentos, sin embargo, en que pensaba que mejor hubiera hecho en casarse con alguna palurda de gruesas manos, como Sofía, por ejemplo, que, muy dichosa por el honor, no le hubiera regateado sus ternuras.

El cuarto otoño que siguió al doble matrimonio, el mal indefinido, la neurosis, la neurastenia, los cólicos de alma de Antonieta empeoraron. Y por segunda vez, ante los fríos precoces, los médicos, que no sabían qué decir, ordenaron un viaje á climas más dulces.

Esta vez, la de Valroy, no se conformó con esta opinión; creía su muerte próxima y se negaba á alejarse de su país, donde quería morir. Alegaba también que Jacobo era muy pequeño para tan largo viaje y que no se podía abandonarle en manos de los domésticos, por adictos que fuesen. Estaban vacilando cuando una mañana, la señora de Reteuil, que tenía gana de ver mundo, propuso acompañar á su hija. Aquel era un