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deramente fea. Berta hizo de ella su criada y todo el mundo lo encontró muy bien en el país.

Se llamaba Sofía y tenía todas las cualidades; trabajaba sin descanso, era limpia, oía, acaso, pero no repetía lo que había oído, y, además, era brutal para los mendigos y guardaba la casa como un dogo. En fin, comía poco, bebía agua y no se cuidaba de los hombres. Su fealdad, por otra parte, la preservaba de ello. Sí. Sofía era perfecta y no tenía más que una debilidad á los ojos de Berta, la de adorar á José, su sobrino. Berta no quería á José, que era para ella una especie de remordimiento viviente, siempre delante de los ojos; si hubiera muerto de enfermedad, hubiera sido para ella un descanso.

El niño, por intuición, prefería su tía á su madre, aunque ésta, por prudencia, disimulaba cuidadosamente sus sentimientos. Pero á cada instante un gesto brusco ó una entonación ruda le hacían traición. Aquellas miradas que dirigía en aquel momento á Jacobo, húmedas de ternura, las ignoraba José. Pero Berta perdía el tiempo. La mujer volvió á decir tímida y dulcemente: —Entonces, ¿no bajas?

—No—respondió el joven Vizconde, sacudiendo sobre su frente voluntariosa las largas guedejas rubias, que se repartieron como una lluvia de oro.

Berta se quedó deslumbrada, pero con el corazón en un puño.

Siguió entonces su camino con la cabeza baja y á grandes pasos; el pobre José tuvo que correr para seguirla, pero ella no se ocupaba del pobre niño.

El joven Vizconde desembarazado de importunos, volvió á su puesto de observación, esperando que el viento, para darle gusto á él, se llevaría el sombrero de algún otro viejo aldeano.