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piró que si sus comienzos en la vida hubieran sido semejantes á los del Vizconde imaginario, también lo hubieran sido las consecuencias, y él sería ahora quien, después de mil sufrimientos y vergüenzas, estaría en un agujero de la tierra con el pecho ensangrentado.

Esta idea le hizo estremecerse; no tenía nada que sentir en la comparación; se felicitó de vivir y prefirió cándidamente su suerte.

Entonces, extendiendo la mano, un poco alterado á pesar de todo, y más solemne que de costumbre, dijo como una absolución: —Si dice usted la verdad, vaya en paz; la perdono.

Berta dió un ligero grito, que era su última alegría, y se quedó callada. José continuó: —Pero que esto quede entre los dos; no hablemos de ello á nadie, porque mi padre y mi tía se morirían de pena. Seguiré para todo el mundo lo que usted me ha hecho; y, por otra parte, ¿quién querría creer?...

Cuanto más reflexiono más creo que me ha ahorrado usted no pocas penas, sin quererlo, es posible, pero ciertamente. Si en realidad, hubiera yo sido el vizconde de Valroy, ¿dónde estaría hoy? Donde él...

Berta, al oir esta evocación, lloró silenciosamente.

Su corazón entero seguía siendo del otro. José continuó: —No sé si debería dar á usted las gracias. Tengo una mujer y unos hijos...

Berta le interrumpió con un gesto de dolor.

—¡Oh! sí, él tendría todo eso y viviría como usted...

Yo no lo he querido.

José vió en esa frase una reticencia y un pesar que le entristeció.

Aquella mujer sentía visiblemente que no fuese él