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—No, estoy bien aquí.

Al lado del joven amo y muy dispuestos á defenderle, había dos perrazos que ladraban al intruso.

Berta no insistió, pero se le comía con sus grandes ojos levantados hacia él, y se llenaba las pupilas de aquella visión que siempre la encantaba.

José Garnache estaba á su lado indeciso; nadie le hacía caso.

Estaba vestido, sin duda adrede, con un traje viejo achicado de su padre. Era preciso que no tuviese un aspecto superior á su condición, y, sobre todo, que no se notase la finura de sus facciones, que valían tanto como las del heredero de los Reteuil y de los Valroy.

Todas las precauciones estaban tomadas. Negro del sol, enrojecido por el viento, con el cabello mal cortado por un barbero del pueblo, con el cuerpo perdido en una blusa y unos calzones demasiado grandes, los pies en unos zuecos y el moco en la nariz, no inspiraba, seguramente, ninguna idea de elegancia ni parecía otra cosa que un pilluelo de la carretera. Si hubiera pedido un centavo, se lo hubieran dado.

Berta, por el contrario, después de seis años de matrimonio, continuaba en su persona los cuidados de doncellita de cámara. Si su traje era de tela ordinaria, le sentaba bien; una pañoleta de seda realzaba su cabeza enérgica y bella; su falda, muy corta, descubría unas medias negras en un tobillo nervioso y unos pies delicados calzados de finos zapatos.

Al primer golpe de vista producía una impresión de un cuerpo lavado, sano y tentador. Sus manos seguían blancas, lo que se explicaba, pues no hacía ningún trabajo rudo. A la muerte de su madre había recogido en el pabellón á una de sus hermanas que tenía cinco años menos que ella, alta y fuerte y verda-