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lirio ó que una fiebre intensa se había apoderado de ella... Con gran asombro suyo, aquella mano ruda y seca, estaba fría y el pulso era apenas perceptible.

Berta, al verle en pie delante de ella, se estremeció y dijo, con voz débil, pero todavía perceptible: —Perdón, señor Vizconde.

José empezaba á asustarse.

—Vamos á ver, madre, ¿qué hay? No me conoce usted; soy José.

La enferma designó con un dedo un vaso de agua y alcohol que había en la mesa, y dijo: —Démelo usted...

José le dió el vaso y la sostuvo para que bebiera. Berta, que de ordinario rehusaba una cucharada, se lo bebió de un trago, en seguida se puso menos pálida y su voz se afirmó.

—Siéntese usted ahí, en la butaca, y, diga yo lo que quiera, déjeme hablar sin interrumpirme. No estoy loca ni deliro. Mañana estaré muerta... pero antes debo confesar... y decir á usted... Siéntese...

José, confundido, obedeció maquinalmente; tenía el presentimiento de que la hora era grave y de que iba á oir algo inaudito. Con la cabeza baja, se quedó inmóvil y dijo: —Ya escucho.

Berta siguió diciendo: —José, no se llama usted José Garnache, sino Jacobo de Valroy; el que ha muerto era mi hijo.

Ante aquella afirmación brutal, José dudó una vez más de la razón de aquella á quien todavía llamaba madre; pero ella le explicó sus palabras de un modo que no por ser extraño dejaba de ser razonable. Berta le dijo: —La historia es sencilla; bastó un minuto para que mi hijo le reemplazase á usted en la vida como en la