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dola horas enteras; Sofía la cuidaba, pero ninguno de ellos tenía influencia sobre ella.

José dejaba con frecuencia su trabajo para ir á verla; pero creyó notar que el verle le causaba una especie de terror que aumentaba su fiebre. Entonces disminuyó sus visitas, lamentando que su madre permaneciese sin cariño hacia él hasta en los últimos instantes.

Berta se debilitaba sensiblemente.

Una noche, José, sentado en un sillón viejo al lado de la cama de la enferma, luchaba con el sueño; de vez en cuando su cuerpo se erguía de pronto y echaba una mirada aguda, aunque vaga todavía, al cuerpo acostado que distinguía en la sombra. La enferma estaba tranquila.

En la chimenea ardía una lamparilla de campo en un vaso de aceite; un reloj de pared cortaba el silencio con su ruido acompasado; en el exterior ningún ruido, ningún murmullo, ningún aliento turbaba la inmensa noche que arrastraba su manto negro en la paz de los campos. La muerte no es más muda.

Después de asegurarse de que su madre descansaba tranquila, José resistió todavía desesperadamente el asalto del sueño, pero acabó por sucumbir. Al cabo de un rato se despertó sobresaltado. Una voz decía: —Señor Vizconde.

José, despierto en seguida, se aproximó á la cama: —Está soñando con él—pensó.

Pero Berta repitió: —Señor Vizconde.

Y, al hablar, se dirigía á él y le ntiraba con ojos extraños; era evidente que hablaba con él.

—Vamos, madre, cálmese usted y trate de dormir...

No soy el Vizconde; soy José.

Al decir esto le cogió la mano, pensando en el de-