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gestos, tuvieron sensaciones y fueron aprendices de hombres.

Los caracteres se dibujaron al mismo tiempo que los temperamentos.

El que se había vuelto José parecía más bien pacífico y benévolo para la gente. El nuevo Jacobo parecía dispuesto á furiosas rebeldías. Los primeros mimos, sin duda, le habían ya pervertido. Era el más comprensivo, pero no el mejor.

Un día, entre otros muchos, Jacobo se reía á carcajadas.

Tenía seis años en aquella época y era el muchacho más alegre del mundo. ¿Cómo no serlo? Tenía dos castillos á sus órdenes, dos familias á sus pies, el país era suyo y su salud era perfecta. Tenía que encontrar la vida buena.

Por el instante, pues, en pie en el terrado de Valroy, en un delirio de alegría, se reía de buena gana porque abajo, en el camino, el viento acababa de llevarse el sombrero de un pobre viejo, y éste, impotente y enfermo, corría penosamente detrás y se esforzaba en vano por alcanzarle.

El sombrero iba más de prisa que el hombre y aquello divertía enormemente á Jacobo.

En el recodo del camino, otro niño mal vestido, recogió el sombrero y se lo entregó al viejo. Jacobo se irritó como si le robasen su juego. Detrás del segundo niño venía con paso rápido una mujer tiesa y esbelta.

Eran José y Berta, que vió de lejos al señor Vizconde y apretó el paso. Al llegar á la terraza le tendió involuntariamente los brazos.

—Buenos días, Jacobo.

Este, incomodado, respondió: —Buenos días.

—¿No bajas?