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— 303un momento unas caras siniestramente alteradas que se resquebrajaron y desaparecieron también aniquiladas.

En un último impulso, arrojó á la chimenea una porción de objetos distintos: cruces militares, flores secas, cintas descoloridas: estaba liquidando el pasado y el presente, su alma orgullosa y su corazón despedazado. Y todo aquello no fué más que polvo ó restos informes.

Miró alrededor de él en un supremo inventario.

Nada había escapado de lo que tenía condenado.

Entonces respiró. Lo más duro estaba hecho.

Le pareció que estaba más solo, más desprendido y más alejado. En aquel retroceso juzgó al mundo con una gran dulzura.

Se dejó caer en una silla y reflexionó; el fuego seguía ardiendo y devorando los leños. Jacobo recapituló sus faltas, con gran pesar de haber herido corazones; su infancia había sido arrogante, imperiosa y sin caridad; su juventud egoísta y poseída de un solo deseo Arabela. Fuera de ella nada había existido.

Su indiferencia por el resto de los seres había sido prodigiosa; lo reconocía. Hubiera visto morir sin pena real á todos los que le rodeaban con tal de que quedase Arabela.

Aquella era la venganza de la suerte, la justicia inmanente. Su amada le había abandonado, pero él no tenía ya valor, ni fuerza, ni siquiera deseo de maldecirla. Como á todos los humanos, la perdonaba. Aquella mujer era, acaso, inconsciente é irresponsable, y, desde luego, de una mentalidad dudosa...

A sí mismo no se perdonaba. ¡Qué camino tan seco el suyo! No recordaba en sus primeros años ni un movimiento de efusión, ni una impresión de sensibilidad.

Su recuerdo se detuvo en Berta. ¡ Pobre nodriza !