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dores colgados de cada rama, una orden de destierro y una sentencia de muerte en cada poste del camino y en cada tapia blanca.

Jacobo los miraba todavía para recoger mejor la extraña impresión que creía obtener de ellos. El no era ya nada en el mundo, estaba borrado y olvidado. Los seres y las cosas rechazaban su memoria, había pasado.

Su boca se crispó é hizo un gesto como si hubiera probado alguna cosa amarga.

— Puah!—dijo.

Todas las decepciones, todas las mentiras y todas las traiciones que componían la historia de su vida le acudían á la garganta y le producían aquella náusea.

Le quedaba, sin embargo, algo que hacer.

Entró en la casa y, en la chimenea de una sala del piso bajo, encendió un gran fuego, que ardió en seguida chisporroteando; las paredes se tiñeron de rosa, y por los vidrios, incendiados á su vez, Berta vió aquel resplandor que la llenó de curiosidad.

Jacobo puso en medio de la pieza un cofre en el que hacía tres días estaba amontonando papeles y objetos sin fin determinado.

Primero fueron arrojados á las llamas los pergaminos de las dos antiguas familias cuyo último heredero iba á desaparecer; Valroy, Reteuil, los títulos, los contratos, los privilegios, se abarquillaban, se ennegrecieron y se redujeron á polvo rojo.

Su último propietario los vió desaparecer con la vista fija y sin emoción; después vinieron los papeles íntimos, las cartas, los testimonios de los antepasados, del coronel de Bonaparte, de los suyos, del gran melancólico del segundo Imperio, de su mujer; y todo esto subsistía en el fuego un segundo para volar en humo. Pasado destruido.