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oyó un ruido de vajilla, pero no pensó que ella misma podría tener hambre.

A eso de las cuatro, Berta volvió á alarmarse; algo ocurría anormal. Jacobo bajó al jardín con su criado, el cual iba vestido como un caballero, según pensó Berta. Su amo le enviaba, sin duda, lejos para su servicio, acaso á París.

Y Berta repitió: —Sí, á París.

Aquello era nuevo. Desde su observatorio oyó á Jacobo dar las últimas órdenes.

—Tiene usted las cartas?... Las llevará usted esta misma noche; á las seis estará usted en París y tendrá tiempo... Es preciso que así sea, porque son urgentes.

—Sí, señor; y mañana, á las nueve de la mañana, estaré de vuelta.

El amo no pareció hacer caso de esta última afirmación.

Despidió con un ademán al criado y se creyó solo.

Entonces se frotó las manos mirando alrededor de él.

Los campos, á lo lejos, se borraban en las flotantes brumas impulsadas por un blando viento de otoño; los bosques se afirmaban sin detalles por su masa violada; pero el aire era suave y la vida resultaba todavía soportable.

Por el camino circular, del lado de Taillefontaine, avanzaban grandes carretas cargadas de hierbas y lentamente tiradas por bueyes blancos ayuntados de dos en dos; se veía salir humo de los tejados de la aldea; el gallo de la iglesia presentaba un punto brillante.

Todo aquello era amistoso y pacífico.

Pero él veía aquella naturaleza y aquel paisaje huraños, hostiles y amenazadores; había galopadas de espectros á través de los prados, recuerdos amenaza-