Página:En la paz de los campos (1909).pdf/30

Esta página no ha sido corregida
— 26 —

herida, loco orgullo, dureza de corazón y, á pesar de todo, ingratitud; una vez más los consideró como serios, reales é inmerecidos, y dedujo que por tales caminos era indispensable llegar á tales abismos.

Los niños seguían durmiendo en sus cunas cambiadas.

Por fin entró Regino mojado hasta los huesos y golpeando el suelo con el pie para sacudirse la nieve. El guarda dejó la escopeta en un rincón y dió un beso á Berta, que le dejó hacer más dócilmente que de costumbre. Después, inclinado sobre las cunas de aquellos dos niños á quienes quería casi lo mismo, exclamó delante de Jacobo sin una sospecha: —Buenos días, muchacho; buenos días, compañero...

Y añadió delante de José, llevándose la mano al kepis: —Salud, señor Vizconde.

Berta se echó á reir y sirvió la sopa... Ya estaba resuelta y tranquila.

Se habían cambiado dos destinos.

Después pasaron los años y agravaron y sancionaron el fraude, haciéndolo irreparable. La madre, muda, dejaba marchar los sucesos; no tenía más que cruzarse de brazos; había dado un impulso y el movimiento y sus consecuencias se propagaban á lo lejos.

Los dos niños crecieron cada uno por su parte, llevando en ellos, desde el origen, toda la injusticia humana; el uno para su bien, acaso; el otro para su mal, probablemente.

Los dos crecieron, cándidos é inocentes, aún tan cerca de la tierra, tan jóvenes de alma, tan poco alejados de la bestia, que todavía, á veces, se ponían á andar á cuatro patas.

Después se levantaron, se tuvieron derechos, miraron al cielo, balbucieron palabras, comprendieron