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Ella misma, con todas sus seducciones y todo su encanto, si se hubiera ofrecido estando libre y con un completo olvido del pasado, hubiera sido, sin duda, impotente para retener aquella alma que quería escaparse; aquella alma penetrada por el contagio de la muerte voluntaria, latente en los muros de Reteuil, y que agitaba las alas en su cráneo, demasiado estrecho, como un pájaro en su jaula.

Si Bella hubiera venido á él con las manos tendidas, ella, la amada de los quince años, Jacobo la hubiera rechazado exclamando: «¡Es tarde!» y hubiera vuelto á su sueño que ya no acababa.

Pero ella no sabía y creía que seguía siendo soberana y que él no se atrevía.

No le costó trabajo á Piscop adivinar la causa de aquellas estaciones prolongadas; y se reía de ellas, ahora que sus espías le habían enterado. Era sabido que el vizconde de Valroy no salía de sus muros ni quería ser visto. La señora de Piscop podía, pues, esperarle cuanto quisiera; él no tenía más que divertirse con ella, y esto era lo que hacía.

Todas las tardes reanudaba la misma guasa en el punto en que la había dejado la víspera y preguntaba con solicitud si había pasado bien la tarde y si el punto de vista del terrado seguía siendo tan encantador...

Después le decía: —¿A quién has visto pasar por el camino? ¿Al cura?... Al notario? ¿Tampoco?... Entonces has visto al cartero; no me lo niegues, has visto al cartero...

¡Bah! no dirás que te faltan distracciones.

Arabela hervía y palidecía de cólera al oirle, y su delicada mano se crispaba en el mango de un cuchillo de plata. El lo veía y gozaba extraordinariamente.

Ante el desdén de su mujer hubiera desistido sin du-