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rías ó guerras indianas, á los doce años, siguiendo las veredas; tenía en aquel tiempo pocas ideas.

Un recuerdo le preocupó más tiempo.

En aquella plazoleta con tanta tierra, le había dado su padre las primeras lecciones de equitación... ¡ Su padre!... Era el único ser que le preocupaba todavía á causa de su fin misterioso y de la posibilidad de que viviese todavía.

Pero no; Juan de Valroy estaba también muerto y bien muerto.

Ni una carta, ni una noticia en cinco años; él mismo había dicho que en este caso se le debía considerar como difunto...

Y en esto estaba pensando cuando le vió Garnache sin conocerle al pronto.

Jacobo atravesaba en aquel momento un rayo de luna; Garnache, á tres pasos de él, salió de la sombra y exclamó: — Señor Vizconde!

El joven, al oir aquella voz inesperada, dió un salto que decía bien el estado de sus nervios; y, después de reponerse, respondió: —¡Ah! eres tú, Garnache...

—Sí, señor Vizconde.

El guarda tenía la mano en el kepis, lleno de respeto, y, sin embargo, era un vagabundo, un merodeador nocturno el que tenía delante.

—Garnache dijo Jacobo,—la casualidad hace bien las cosas y celebro encontrarte; pero, ante todo, ¿me vas á denunciar?

—Eso sí que tendría que ver, señor Vizconde.

—Sois personas honradas, tú y los tuyos—respondió el joven pensativo, y algunas veces tengo pesares por vuestra causa... Regino, tu mujer me ha criado, la pobre, Berta... Me quería mucho, y tú también,