Página:En la paz de los campos (1909).pdf/26

Esta página no ha sido corregida
— 22 —

Y el vizconde Jacobo de Valroy—Reteuil se volvió á dormir pacíficamente en la cuna de mimbre, mientras que el pequeño José Garnache gritaba desaforadamente, acaso para protestar, en sus pañales de corona condal, con su cadena de oro al cuello y bajo los encajes seculares.

Estaba hecho; Berta se quedó temblando. El acto ` no había sido premeditado, sino el resultado imprevisto de un pensamiento casual que tenía su origen en mil cosas; en sus recuerdos, en sus locas lecturas, en sus largas meditaciones sobre la iniquidad de los repartos humanos, en sus eternos sentimientos de envidia, en sus rebeldías de muchacha pobre criada en el lujo ajeno....

Berta contemplaba su obra casi con estupor. Aquel hecho tan sencillo se convertía en crimen si duraba...

¡Bah! Si su marido lo echaba de ver, le diría que era una broma, para ver si conocía bien á su hijo... Pero y si Regino no notaba nada? ¿Quién, entonces?...

—Entonces serás rico, noble y dichoso, hijo mío!

No te veré más, acaso; pero, ¿qué importa? Te lo habré dado todo.

Berta se complacía en esta idea y deducía sus consecuencias lejanas. No era tan simple que pudiese creer que, más adelante, se revelase el origen del niño por alguna ineptitud ó alguna ordinariez de cuerpo ó de pensamiento. Sabía bien que el medio hace al hombre y que sólo la educación modela los cerebros; que la finura y la blancura de las manos provienen de la pereza y de la inactividad físicas; que todo hijo de marqués, obligado por la miseria á vivir de sus brazos desde los primeros años, tiene, á los treinta, hombros de mozo de carga, y que la recíproca es igualmente cierta.