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tos humanos se establecía, pérfida y peligrosa, cada vez más autoritaria, en aquel cerebro fácil á las malas persuasiones.

Y siempre dejaba para más tarde el decidir cuál sería su destino cuando hubiera dejado el país para no volver. El mal se agravó. «Hay una mancha en esa gente, había dicho Adelaida.

Poseído por la admiración de un suicidio épico, quiso conocer también cuáles habían sido los motivos del segundo Reteuil para desprenderse voluntariamente de la vida tirándose por la ventana.

Y buscó la crónica de aquel abuelo tan cerca de él; del marido de aquella pobre anciana, muerta en sus brazos pocos meses antes.

La viuda había conservado todo lo que venía de él; no por cariño póstumo ni por la religión del recuerdo, sino porque después de aquella muerte lamentable, había encerrado en un cofre, para no abrirlo más, todos los papeles y los menudos objetos que podían recordar á aquel desertor cansado de la batalla humana.

A los cuarenta años, fué el nieto quien levantó el primero la tapa de aquel segundo ataúd, y trató de percibir un alma en aquellas hojas amarillentas. Jacobo lo logró ó creyó lograrlo.

El hijo del soldado del Imperio no se parecía á su padre; ningún entusiasmo; de su correspondencia y de sus notas se desprendía desde la juventud un profundo aburrimiento y una sorda impaciencia contra la vida.

Hasta cuando se dirigía á la joven que debía ser su mujer, el tono no variaba y seguía sin creencias y sin gustos.

Aquel Reteuil debía padecer lo que se llamaba entonces la enfermedad del siglo; había llegado dema-