manchas de los Reteuil, que apenas sospechaba. Siempre se las habían ocultado con cuidado, pensando, sin duda, que era inútil profundizar tal materia.
Pasó días enteros frente á frente con los que le habían precedido en la existencia, y cuya sangre, creía él, corría por sus venas. Y se asombró muchas veces de la intensidad de vida que revelan las cosas muertas.
Su abuelo, coronel en tiempo de Bonaparte, le sedujo por sus boletines de victoria y por la brevedad de su brillante carrera. Jacobo le veneró.
Manejó con mano respetuosa, como santas reliquias, la espada, las cruces, las charreteras, las espuelas de aquel caballero del Imperio; desdobló sus diplomas y leyó sus cartas intrépidas, en las que las frases entusiastas sonaban como músicas.
Llegó así hasta las horas supremas: 1816—1820; el coronel á medio sueldo, retirado de oficio, se aburría y viajaba, para «distraerse,» decía, pero en realidad para hacer propaganda, como primer obrero de una vasta conspiración.
De repente, volvía al castillo y se hacía el muerto; la policía de los Borbones miraba hacia él.
Por fin, el joven recordó aquel fin digno de la antigüedad; el tiro que todo lo arregla; el cuerpo del coronel tendido y con la cabeza deshecha en medio de los gendarmes que saludaban aquel cadáver y hacían á aquel soldado los honores militares.
Jacobo se ponía febril con aquellas evocaciones, y después de aquellos días se quedaba pálido y con una arruga en la frente... ¡ Cáspita! había hecho bien el coronel; para lo que valía la vida... Y, después, un Reteuil no se rinde. Jacobo cobraba orgullo y aquello le hacía bien.
Pero la idea de la fuga espontánea de los tormen-