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Pero pasó un Grivoize, fámulo á caballo, látigo en mano, detalle por el que le conoció Jacobo, demasiado lejos para conocer cuál de ellos era; y, á su vista, Jacobo se retiró.

El país ofrecía para él sentimientos diversos y opuestos; le amaba porque había sido testigo y decoración de su vida cuando era dichosa; le detestaba porque seguía siendo el mismo, después de arruinado Valroy, y sirviendo de marco á la alegría de los demás.

Guardaba rencor al cielo por seguir siendo azul, al viento por ser todavía tibio, al bosque por ser aún verde y al campo por ser dorado, cuando un Piscop tenía á Arabela por mujer en el castillo de Valroy. Y todo lo que le rodeaba le parecía hostil.

Trataba de consolarse pensando que valía más que fuera así, puesto que debía dejar pronto aquel rincón de tierra, sin esperanza de volver, y era mejor no llevarse buenos recuerdos; pero, en otros momentos, esta idea le partía el corazón; el joven dirigía entonces una mirada desesperada á todo aquel paisaje que era ya el pasado, y se llenaba de él los ojos para no olvidarle.

Alma contradictoria, ficticia y fabricada por los medios en que había vivido, no debía nada á sus orígenes, que hasta ignoraba, y no sabía nada de la vida más que aquellos asombros...

Los días fueron tristes. Jacobo inventarió los retazos de herencia que le quedaban después de la catástrofe de las dos familias de que creía descender, interrogó los papeles, visitó los archivos, abrió los cajones y los armarios y sacudió de nuevo los polvos de antaño.

En el curso de sus investigaciones y de sus descubrimientos, aprendió á conocer mejor la historia y las