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A pesar del verano y del sol del exterior, hacía frío.

Jacobo se estremeció diciendo: «Esto es sepulcral. » No: la tristeza venía de él y no de las cosas; eran sus ojos los que veían negro.

Comió en un extremo de la mesa, atestada de vajilla, resto de la casa perdida. Al levantarse, tropezó con un objeto que brillaba en la sombra á pesar del polvo que le cubría; era una trompa de caza, aquella con que en otro tiempo exasperaba los instintos guerreros de Bella, que le escuchaba entonces con las narices dilatadas.

La tenía con las puntas de los dedos é iba á arrojarla al olvido, cuando, ante aquel recuerdo, hizo un movimiento brusco, impulsado por una decisión repentina.

Volvió á la mesa, cogió una servilleta y limpió á golpes el polvo del cobre, que reapareció brillante por ciertos sitios. Frotó entonces la embocadura, raspó el moho y trabajó con ardor hasta que el instrumento estuvo en buen estado.

Salió y se adelantó por la pradera; allá, hacia el Oeste, entre las arboledas, divisó las veletas de Valroy y murmuró: —Espera un poco...» Y lanzó su tocata como una llamada, como un desafío; enviaba su tarjeta ó su cartel á sus vecinos los castellanos. Pero no esperaba ser tan bien oído y comprendido.

Al día siguiente estaba en pie muy temprano. La noche había sido mala; había soñado sin dormir.

Anduvo errante por el parque, sin salir de sus límites; de lejos, oculto entre la espesura, vió pasar por el camino personas que conocía, y tuvo un triste placer recordando por lo bajo sus nombres.