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ve y lo comprende y se ríe silenciosamente en la sombra.

Bella piensa que pasarán años y años sin que cambie en nada aquel estado de cosas... Tal es la existencia á que está condenada. Se hará vieja y fea, y su vida se habrá pasado sin dejar de ser desgraciada.

Arabela mira maquinalmente hacia el lado de Reteuil. La luna, que acaba de salir, proyecta un reflejo en los vidrios de una ventana del piso alto, al lado del tejado; desde aquella ventana, hace cuarenta años, se tiró de cabeza un Reteuil, por odio á la condición humana... ¡Cómo le aprueba ahora!

Y esas previsiones de un dolor monótono aumentan todavía su postración. Apoyada en la balaustrada de piedra, con la cabeza entre las manos, Bella se entrega á una inmensa desolación, segura de no ser sorprendida en aquel estado de desarreglo.

Pero, de repente, los dos se estremecen á la vez; á lo lejos, del lado de Reteuil, las notas graves de una trompa preludian en la noche; y, á poco, se oye la tocata, potente, imperiosa, queriendo ser oída.

Es la diana, que empuja á los ecos y espanta á los bosques; es un cobre rabioso, soplado por robustos pulmones, que llena el espacio con sus sonoras llamadas y arroja un «alerta» á las conciencias turbadas.

Un solo hombre, en la comarca, ha tocado nunca con aquella enérgica ciencia. Gervasio exclama: —¡Es él!

Arabela grita: — Jacobo!

Y espontáneamente, en un ademán involuntario, tiende hacia allí los brazos.

Pero ya Gervasio se dirige hacia ella con los puños levantados.