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ciudad próxima en una hermosa casa, comprada y pagada al contado.

Y Bella, sola con Gervasio y con la recova de sus parientes, sentía que su indomable valor la iba poco á poco abandonando.

A los tres ó cuatro años de matrimonio, recobró la memoria como por encanto, y vió en el pasado á aquel Jacobo que tanto la amaba y que la servía de rodillas, con todas las galanterías y todas las delicadezas de una pasión juvenil.

Le echó de menos, y por odio á su marido más que por un tierno remordimiento, se puso á amarle á su vez. Encontraba en su propia casa huellas suyas y la historia de su infancia. En su misma alcoba—su alcoba conyugal—había nacido Jacobo.

Parecíale, á veces, que del suelo, del techo y de las paredes salían olores de opio y perfumes de éter, como en el tiempo de la pobre Condesa; volvía á ver á Jacobo saludándola de lejos con el sombrero, cuando ella llegaba por el camino.

Pero donde la tristeza del recuerdo la angustió más profundamente fué en el cuarto que había sido de Jacobo durante su existencia de niño y de joven.

Aquella pieza estaba casi vacía desde la partida de sus antiguos dueños. Bella hizo instalar allí unos cuantos muebles y la transformó en saloncillo, para aprender en él, no sin dificultad, la ciencia sobrehumana de tener un corazón y de sufrir.

No hay que pensar, sin embargo, que Arabela había llegado sinceramente al remordimiento y al pesar de los actos de otro tiempo. No, era más bien lástima de sí misma por comparación con aquel antiguo tiempo; si su nueva vida hubiera sido dichosa, jamás hubiera echado de menos á Jacobo ni hubiera pensado en él, como no fuera por casualidad.