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de la melancolía de ver que era su felicidad breve y tardía, pensando que más vale tarde que nunca.

Durante los tres primeros días que siguieron á la boda, los padres de la esposa se estuvieron discretamente en la Villa Rústica para no ser importunos.

Por fin, una mañana se dejaron ver.

A la primera ojeada echaron de ver que su hija no estaba alegre. Gervasio los recibió, medio burlón, medio agresivo, con las manos en los bolsillos, el sombrero puesto y la pipa en la boca, por añadidura.

Godofredo hizo un gesto, y Adelaida dijo: —¡Oh!

Aquello se anunciaba mal. Sin embargo, aquel yerno sin cortesía tuvo á bien dejar un momento á aquella niña con su madre y se marchó sin decir adónde iba.

—Y bien?—dijo la Marquesa, curiosa é inquieta.

Arabela, con los labios contraídos, vacilaba para responder.

—¿Qué hay, pequeña?—añadió el Marqués, animándola, estás contenta?

La joven no pudo contenerse más tiempo y estalló: ¡Ah! sí, puedo estarlo...

Y en seguida, en un raudal de amargura, confesó sus rencores y sus decepciones.

—Nos han engañado á nuestra vez... á la mía, por lo menos. ¡Bonito negocio he hecho! No os podéis figurar lo que es este hombre... Con él se gastarán mis uñas y seré vencida, porque es de piedra.

Tales palabras en boca de Arabela eran graves.

Aquella heroína, orgullosa de su belleza y de su raza y segura de su poder, no había nunca dudado de sí misma ni siquiera una hora. Era preciso que estuviese verdaderamente dolorida para expresarse de aquel modo.