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lo que dejaban atrás. Jacobo estaba bien guardado.

Habían ofrecido á Berta que se quedase en el castillo, pero ella había rehusado por su hombre, según dijo. La casa del guarda fué arreglada para el uso del Vizconde y transformada en un invernadero, de todo lo cual se aprovechó el matrimonio, que era con lo que Berta contaba.

La mujer de Garnache, que siempre había sido interesada, se había vuelto avara. Quería aglomerar el bienestar para su hijo, á fin de que no fuese un día ni guarda de monte ni doméstico, sino un señor independiente que ejerciese un oficio honroso en la ciudad.

En una tarde de invierno, negra de bruma como todos los días de la vida, estaba Berta sola en su casa y los dos niños dormían en sus cunas.

Berta había estado mirando mucho tiempo, por los cristales, caer la nieve á lentos copos que parecían eternos. En la chimenea chisporroteaba la leña, y un perro, ya viejo, para seguir á su dueño, se calentaba resignado y soñando con antiguas cacerías; de vez en cuando suspiraba.

La buena mujer pensaba en su marido, siempre de ronda y en todos los tiempos, pues los cazadores furtivos y los merodeadores no tienen miedo á los sabañones... ¡Duro oficio el de Regino, y con poco provecho!

De repente, se aproximó á las dos cunas. En una de ellas, llena de filigranas de oro, cuajada de encajes y entre finas batistas bordadas, dormía á pierna suelta el señor Vizconde, con su cadena de oro al cuello, como el Toisón de Oro.

Pero no era esa cuna la que Berta contemplaba, sino la otra, muy sencilla, hecha de mimbres, de cortinas de algodón y de lienzos crudos. Y, sin embargo, José dormía tan bien como Jacobo, pero la madre no lo veía así.