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inconveniencia y ponerse á sus pies. Bella, por fin, le perdonó.

Pero él, con los dientes apretados, después que se separó de ella, se alivió la bilis llamándola gazmoña.

Ya vería más adelante cuando le llegase la suya.

Se casaron en invierno, casi vergonzosamente. El pueblo se burlaba de los labradores advenedizos, y, por una repentina vuelta á los pasados sentimientos, compadecía á los Valroy y maldecía á los Carmesy.

Los esposos pudieron recoger desde sus carrozas algunas impresiones populares, y no fueron halagüeñas.

Hacía entonces un año que Valroy estaba vendido, y seis meses que el Marqués, su mujer y su hija habían vuelto de Inglaterra.

Aquellos seis meses se habían empleado en restaurar el castillo, en amueblarle y en darle un aspecto nuevo y diferente, no por sentimiento, sino por vanidad.

Cuando los esposos tomaron posesión, la morada era seguramente más rica que en otro tiempo, más lujosa y de un decorado más artístico. El Marqués era un hombre de buen gusto, y, como pensaba vivir allí, había cuidado los departamentos que se destinaba.

Por fin podía anclar en el puerto. Tenía dinero, mucho dinero, y buenos valores en su arca, muchos más de los que él sospechaba, pues el Modern Ahorro había sido verdaderamente una especulación genial, y sus provechos en el último momento habían excedido á sus esperanzas. El Marqués se reía solo y se frotaba las manos. Sí, sería delicioso vivir con Adelaida, á la que conservaba una ternura inimitable, en aquel lugar cómodo, sin cuidados y sin inquietudes de ninguna clase. Aquello los descansaría y sería para ellos una novedad.

Carmesy pensaba poéticamente que su estrella se ponía brillante hacia el fin de la noche, y se consolaba