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el mirarle de frente. Por fin, se decidió á decirle que podía estar. tranquilo y que el niño estaría tan bien cuidado, ó mejor, que el suyo propio.

—No lo dudo—respondió el Conde muy grave, aceptando aquellas vagas palabras como un compromiso solemne.

Regino apoyó á su mujer y se deshizo en protestas, que en él eran sinceras.

Cuando fué entregado á Berta, el vizconde Jacobo llevaba al cuello y en los brazos antiguos amuletos de los que, según dicen, preservan de todos los males conocidos... Berta miró á su hijo y pensó: —¿Qué será lo que te preserve á ti, pobrete?

Y reapareció un instante su antigua sonrisa sarcástica de los malos días.

Los dos rorros eran robustos y hechos para vivir.

Sin cuidarse de las castas, estaban tan relucientes el uno como el otro. Jacobo no tenía nada de su madre, lo que era una dicha para él. Pronto debía influir aquello considerablemente en su destino.

Berta se repuso rápidamente de su parto, pero Antonieta estuvo enfermiza, herida y extenuada largos días, semanas y meses. Cuando llegó el invierno, los médicos, alarmados por su delgadez, su postración y su palidez progresivas, le ordenaron el Mediodía de Francia, el sol y el aire del Mediterráneo.

¿Y el niño?... Se quedaría con su nodriza. ¿Qué había que temer con los Garnache?... La madre consintió sin discusión y el padre con un poco más de dificultad, pero, sin embargo, sin resistencia. Seguramente, quería á su hijo, pero era de esos espíritus ligeros que no prevén jamás el mal ni el peligro y que hacen de la indolencia la regla de su vida.

Los Condes, pues, se marcharon, con la fugitiva tristeza de las separaciones, pero sin temor, y seguros de