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cómo hablaba mi madre de ella, la detallaba y se la sabía de memoria... Pero, hay más, los chicos: y eso es un agujero en el corazón... No los conoce ni los ha cogido nunca en brazos, ella, la abuela... Cuando usted ha entrado, padre, han corrido hacia usted; que venga ella, y se irán á esconderse en el fondo del jardín, por instinto... Los niños, como los animales, saben bien quién los quiere y quién... no los quiere.

Regino interrumpió á su hijo, cuya voz iba subiendo á impulso de la cólera y del resentimiento: —Muchacho, no aumentes mi pena... Ya sabes que yo tampoco tengo el corazón contento...

—Bien—dijo José,—no hablemos más de esto; pero que nadie se extrañe si yo también me aparto; no lo puedo remediar.

Clara, que era parca en palabras, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído: —No te apures... hay otras personas...

Síp estáis, por fortuna, tú, los dos papás y los chicos.

Volvió la cabeza y sonrió largamente á aquella cara tan tranquila, tan confiada y tan adicta de mujer siempre amante.

La noche se hacía obscura. Clara llamó á los niños, varón y hembra, Víctor y Flavia, de cuatro y tres años.

Tenían dos caritas redondas, muy morenas, con cabellos rubios y ojos límpidos; ella los encontraba sublimes; José hablaba de ellos con satisfacción.

—Me voy—dijo Regino cogiendo la escopeta de un rincón; esa mujer no vuelve; bonita noche nos espera á Sofía y á mí.

¡Sofía!... Al oir ese nombre los dos niños palmotearon. La tía Sofía los quería y los mimaba; más madre que tía, era su gran amiga.

—Pero, qué espera Berta?—preguntó Balvet.