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gios, le abanicaban con sus hojas en el blando viento de la noche.

Toda la selva compasiva exageró su dulzura para mecer y dormir aquella desesperación sin límites. El alma de las cosas cantó en un murmullo y le dijo: ¡Espera!» Los antiguos dioses que permanecen fieles á los bosques, vertieron sobre su cabeza el perfume de las resinas y de las hierbas. La tierra le manifestó su ternura.

Pero él, aplastado en el suelo, en una postura de agonía, continuó su angustia hasta los límites humanos. Ahora se acordaba de ciertas palabras: «Hay una mancha en esa familia; no se casa uno con esa gente.

¿Qué gente? Los hijos de los maníacos, de los locos dominados por ideas de muerte, de los sangrientos suicidas...

Una cierva atravesó lentamente el camino, escuchando curiosa los gritos sordos de aquel hombre. En otro tiempo, á falta de escopeta, Jacobo se hubiera armado de una piedra para herir á aquel animal confiado. Entonces la miró con amor durante un segundo porque no tenía pensamiento para mentir. La cierva se metió tranquila en la espesura. Y él reanudó sus reflexiones desoladas.

—Hijo de locos, predestinado él mismo y habiendo probado ya que era de su raza por delirios de infancia; esto era lo que se decía de él. Estaba fatalmente condenado al último acto del jugador vencido y del amante engañado. Podía elegir entre la ventana del bisabuelo y la pistola del abuelo; era siempre el mismo salto en lo desconocido, en la nada...

¡La nada; no sufrir!... Volver libremente á esa tierra que ahora le parecía amiga, mezclar sus cenizas con las raíces y con los gérmenes y florecer en ellos...

¿Por qué no, después de todo? ¿Era la locura que se