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—¿Qué puede importarnos?... gritaron: «¡ Harapientas! ¡Canallas!...» ¿Estás contenta?

otras.

Bah!—dijo Adelaida—no ha podido ser por nosArabela estaba menos convencida.

En los mismos momentos Jacobo se volvía á Valroy. Maquinalmente y sin tener conciencia del camino que seguía, se metió por el bosque; el ancho camino que le atravesaba se desarrollaba recto y blanco bajo una luna muy alta.

El Vizconde caminaba por en medio, perdido en sus horribles pensamientos. Todo se derrumbaba: amor, orgullo y fortuna. Valroy no era ya Valroy; los ricos eran pobres; Arabela le había renegado. Sí, la ruina era cierta, evidente. La fuga de Carmesy anunciaba seguramente el desastre de las empresas financieras que había aconsejado y dirigido sin intervención.

¡Qué tristeza hoy! ¿Qué se sabría mañana? En ninguna parte se veía un resplandor de salvación; estaban rodeados de tinieblas. Pero lo que más profundamente le hacía sufrir era la última metamorfosis de la compleja Arabela. Esta vez se había desenmascarado á pesar de sus ironías, de sus pretextos y de sus insinuaciones.

Así, pues, durante tantos años, desde su primera juventud, casi desde su infancia, Arabela estaba mintiendo y sabía hacerlo; se burlaba de él y no le había amado ni un día ni una hora. Lo que hacía era envolverle, cegarle, para que no viese nada y consintiese en todo.

¡Ah! si, para colmo de dolor, hubiera sabido que aquella misma Arabela, al prometerse á él, se prometía también á otros y era el objeto definitivo de la partida jugada; que Gervasio Piscop, aquel tunante, tenía