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pajes, avanzaba con un ruido de hierro viejo y de vidrios sacudidos.

De repente, cuando atravesaba una plazoleta inundada de luna, salió de la cuneta del camino una granizada de piedras que dió en el coche y rompió un vidrio. Arabela resultó herida en una oreja. Las pie dras fueron acompañadas de imprecaciones. «¡ Canallas ¡Harapientas!» pronunciadas por la ruda voz de una campesina vieja y encolerizada.

El cochero, no sabiendo lo que significaba aquel ataque imprevisto, tomó el partido de huir á toda prisa, y los caballos, envueltos en un doble latigazo, salieron á galope tendido en la obscuridad.

En el interior, la Marquesa y miss Bella, muy pálidas, no estaban tranquilas. Un poco más lejos se calmaron y comentaron el incidente.

—Has visto ?

—Sí... una mujer, creo... muy gruesa y muy alta...

—Alguna loca, entonces...

—Puede ser.

Y añadió después de un rato de silencio: —No hay más locos en este país.

—No digas eso, mamá; antes de seis meses habremos vuelto.

La dulce Marquesa entornó los ojos y replicó: —Sí, pero dentro de seis meses muchos locos se habrán marchado.

Tras de estas buenas palabras de esperanza, las dos mujeres se sonrieron.

Arabela, sin embargo, tenía el pañuelo apretado contra la mejilla, que sangraba un poco.

Uu cuarto de hora después vieron los faroles de la estación; la Marquesa, decididamente pensativa y preocupada, dijo entonces: —¿Qué es lo que gritaron al arrojar las piedras ?