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por fin, reluciendo con la luna, el tejado de pizarra de la Villa. Estaba cerca. Delante de la puerta, vió parado un ómnibus de ferrocarril con imperial para los equipajes; los faroles arrojaban fulgores rojizos en la noche.

Cuando Jacobo apareció, dos hombres estaban cargando penosamente un baúl muy pesado que estaba apoyado por una esquina en la rueda de delante; el cochero, en pie sobre el techo, tiraba de él con una cuerda, y un campesino, vecino sin duda, hacía mil esfuerzos para levantarle.

Al ver á un hombre en la noche, el cochero se alegró: —Eche usted una mano, compañero—gritó.

Arabela, que salía de la casa, repitió la invitación, pero en otra forma: —¿Quiere usted ayudar? Se le dará propina.

Pero retrocedió de repente dando un grito ahogado; á la luz amarilla había conocido á Jacobo. Por muy dueña que fuese de sí misma, se quedó sorprendida ; y como estaba inquieta, se puso insolente.

—¡ Usted!

Y esta palabra sonó seca, hostil, amenazadora. Jacobo comprendió por aquellas dos sílabas que su causa estaba perdida y que también ella era cómplice de la ruina de Valroy; se contuvo, sin embargo, y con voz fría respondió: _Yo.

Después preguntó: —Deserta usted?

Bella palideció y dijo sordamente: —No comprendo; cualquiera diría que no somos libres...

—No—gritó violentamente el Vizconde,—usted no