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nado en seguida alguna fuga fraudulenta, contraria á los intereses de Jacobo y por la que éste sufriría.

Entonces había acechado y espiado como ella sabía hacerlo, sin que se sospechase su presencia, oculta entre la espesura.

Jacobo ni siquiera le dió las gracias, estaba ya lejos, corriendo hacia la Villa Rústica. Cuando Jacobo no estuvo ya allí, Berta se dejó caer como un montón en la cuneta del camino, siempre anhelosa.

El conde Juan la miró y sintió á la vez una inmensa piedad y una inmensa repugnancia; piedad hacia aquel pobre ser caído, pero fiel, sin embargo, á sus primeros cariños, pues el Conde no dudaba de que Berta le adoraba todavía; repugnancia por la criatura deforme que había llegado á ser. Juan se estremecía recordando el pasado de la hermosa Berta y pensando que había amado la juventud de aquella cosa decrépita.

Berta estaba delante de él derrumbada, casi asfixiada, trágica, con las piernas abiertas y las manos crispadas en la hierba. Por fin, dijo todavía: —Señor Conde, sígale usted; no se sabe lo que va á hacer.

—Es verdad—murmuró Juan pensativo.—Gracias, Berta. Adiós.

A los trescientos metros se detuvo, sin embargo, vaciló, estuvo unos minutos pensativo en medio del sendero, y, por último, volvió pies atrás.

—No—dijo en voz alta, no voy á hacer más que importunarle... Es negocio de amor.

Y siguió de nuevo el camino de Valroy. Berta había desaparecido.

Jacobo seguía corriendo. Cortó por una antigua cantera, cuyos agujeros y sinuosidades conocía, tomó por un campo de zanahorias, que pasó á saltos, y vió,