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ses de matrimonio habían sido ya bastante melancólicos y sin las fervorosas intimidades que él esperaba de aquella esposa distraída, poco atenta y menos tierna.

Juan llegó á desencantarse y casi á desinteresarse de ella.

Pero la paternidad despertaba en él profundas emociones, y aquella mujer, aquella madre, se negaba á compartir su entusiasmo al ver su raza renovada y permanecía tan fría ante el niño como ante su esposo.

Aquél fué el punto de partida de todos los dramas que siguieron. Con otra mujer, con una mujer vehemente y enamorada que hubiera dividido su ternura, entre el padre y el hijo, Juan hubiera sido, sin duda, el hombre fácilmente satisfecho que él era por naturaleza y se hubiera complacido con la vida, puesto que era buena.

Chasqueado en sus esperanzas, se apartó primero mentalmente.

Berta Garnache, en su cama de parida, cultivaba ideas más precisas, pero igualmente violentas. Había tenido tiempo de reflexionar y tenía la cabeza llena de las antiguas historias.

Pensaba que la vida estaba mal arreglada; que en vez de un Juan nervioso ante una Antonieta indiferente ó timorata, y de una Berta bostezando desesperadamente ante un Regino indeciso y palurdo, hubiera sido mejor, dejando á un lado á los otros, una Berta y un Juan de la misma raza y de la misma condición unidos ardientemente por el goce del amor.

Desde que sabía por los rumores de antecámara que los nobles habitantes del castillo de Valroy vivían sin armonía, había vuelto á ceder á su antigua ternura por Juan y la quemadura del beso salía de nuevo á sus labios.

Pero, por el contrario y por un efecto lógico, detes-