—De casa de los Piscop y los Grivoize.
—Tú, mi padre ?...
—Yo, tu padre... Tienes razón; son unos bandidos.
Es maquiavélico, inconcebible. Hemos sido minados silenciosamente durante años y hoy es la explosión de un odio secular; si no pagamos estamos perdidos.
—Lo sospechaba—respondió el Vizconde ;—había olido el enemigo.
El Conde no le escuchaba y le interrogó brevemente.
—¿Qué pasa aquí? Tu madre...
Jacobo hizo un gesto de aburrimiento y de tristeza.
—Está durmiendo; ya sabes, esta era la respuesta acostumbrada en otro tiempo... Está durmiendo, es decir, que una vez más se encuentra en el sopor de la morfina. He querido verla hace un momento y me ha rechazado con un grito y ojos de espanto... Tiene otra vez miedo de mí, del heredero de los Reteuil que se matan.
Juan se estremeció y miró á su hijo con el corazón oprimido por una nueva angustia; después replicó encogiéndose de hombros: —Dejemos estas tonterías; tenemos demasiados motivos serios de disgusto para ocuparnos en vanos sueños... Ha venido la de Reteuil ?
—Hoy no.
—Vén entonces; vamos á su casa.
El padre y el hijo se fueron á pie, cortando por los atajos del bosque. Por el camino preguntó el Conde: —Has visto á Arabela?
El joven respondió dando un suspiro: —Sí, esta tarde.
—Qué te ha dicho?
—Que no comprende... Ha escrito á su padre que venga en seguida.
—¿Es verdad?