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quiero y porque me da asco respirar vuestro aire y mirar de cerca vuestras caras de estúpidos lavadas en sudor... Adiós.

Y considerándose por fin superior en el insulto y contento de sí mismo, Juan de Valroy salió de la casa y se marchó.

Detrás de él se levantó de nuevo un griterío. Pero todos los Piscop y todos los Grivoize se quedaron cabizbajos y humillados.

—Ya nos desquitaremos en el arreglo de cuentasdijo el mayor;—se le apretarán los tornillos una vuelta más y se irá en cueros, yo os lo digo.

Pero por más que hacía, la broma sonaba á hueco.

Cada uno en su rincón pensaba en algo y se rascaba la oreja. El Conde había dejado rencores ardientes.

—¡ Bah!—dijo Piscop, afectando desenvoltura,—hay que bajarse para recoger.

El conde Juan volvió al castillo de una galopada; tenía necesidad de movimiento y de velocidad; el viento que le azotaba en su carrera activaba todavía el vértigo de sus reflexiones.

La noche había cerrado llena de estrellas en un cielo radiante; una noche hecha para los paseos furtivos de tímidos amantes.

Juan se apeó delante de su puerta y confió el caballo á un lacayo que le salió al encuentro.

—El señor Vizconde?

—El señor Vizconde está en el salón.

—Bien.

Juan entró; su hijo, en efecto, estaba sentado en un sillón y reflexionando profundamente en la obscuridad. El Conde no le distinguió, pero el joven se levantó y salió á recibirle.

—Vengo de allí—dijo el Conde.

—¿De dónde?